El proceso de discusión de la inicialmente denominada “Agenda post-2015” arrancó en enero de 2012 con la creación del Equipo de tareas del sistema de Naciones Unidas. El proceso echaba a andar con más interrogantes que certezas por el camino: ¿cómo incorporar los aprendizajes generados a partir de la Agenda del Milenio y los ODM?, ¿cómo evitar la repetición de los errores cometidos en el marco de esta agenda?, ¿cómo incorporar en una agenda no vinculante cuestiones sistémicas que permitan superar el marco de la voluntariedad y la discrecionalidad que caracterizó a la agenda de desarrollo y las políticas orientadas a su cumplimiento durante el periodo de vigencia de los ODM?, ¿cómo lograr todo ello, además, sin contar con espacios ni mecanismos globales de diálogo capaces de recoger la diversidad de voces de la sociedad internacional?
Interrogantes, todos ellos, que planteaban cómo superar el más que probable ―y deseado por numerosos actores― escenario final de unos “ODM ampliados” para abordar una nueva agenda integral y universal en respuesta a la necesidad una gobernanza global del desarrollo multinivel y democrática.
Este fue, seguramente, uno de los debates más relevantes a lo largo de los tres años y medio que duró el complejo proceso (o los diferentes procesos) de consultas, debates y negociaciones internacionales que dieran lugar a la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Se trató de un debate que impregnó numerosos espacios y ámbitos de la Agenda 2030 como, entre otros muchos, el debate sobre los objetivos (sobre la amplitud, el número y la orientación de estos), la existencia de un intenso debate sobre si la desigualdad debía formar parte de la agenda, sobre si el insostenible modelo de producción y consumo de los países más poderosos debía ser objeto de revisión para esta agenda. Y no solo impregnó el contenido de la Agenda, es decir, sus objetivos, sus metas y sus indicadores. También afectó, y de manera crítica, al debate y las negociaciones sobre las responsabilidades y los medios desplegados para el cumplimiento de la Agenda.
La deriva de algunos de estos debates a lo largo de los tres años y medio del proceso (o procesos entrecruzados), como la inclusión finalmente de un amplio listado de objetivos, la inclusión de objetivos específicos sobre desigualdad y sobre la revisión del modelo de producción y consumo, o sobre la necesidad de “desvincular” el crecimiento económico del impacto ambiental, parece apuntar que se superó el riesgo de alumbrar una agenda de ODM ampliada, unos “ODM 2.0”.
¿Significa esto que estamos ante una agenda para una gobernanza global del desarrollo?
¿Significa esto que estamos ante una agenda para una gobernanza global del desarrollo? Lo cierto es que no, no lo estamos. Ahora bien, la respuesta, lejos de ser una respuesta cerrada, podrá evolucionar en la medida que lo haga la propia Agenda, o las agendas y procesos impulsados al calor de esta. Y esta es seguramente una de las mejores noticias que por el momento nos deja la Agenda 2030, que es una agenda viva, en proceso de construcción y aquello en lo que pueda derivar este proceso no está, por el momento, escrito.
Pero, ¿por qué no estamos ante una agenda para la gobernanza global del desarrollo? Si bien es cierto que la formulación de algunos de los objetivos encierran en sí mismos un potencial de transformación importante y que la integralidad e indivisibilidad entre ellos declarada en texto viene a reforzarlo, no se observa en su posterior desarrollo el acercamiento hacia ese potencial, más bien al contrario. Es decir, objetivos que podrían incorporar un potencial de ruptura con el actual modelo de desarrollo insostenible acaban viéndose reducidos dado el desarrollo propuesto a partir de sus metas e indicadores. Además, y esto es crítico para la lectura en clave de gobernanza, se trata de una agenda que no permite hablar de avances en clave de responsabilidad global frente a lógica de voluntariedad de su predecesora Agenda del Milenio, y menos aun del desarrollo de instituciones globales, multinivel y democráticas. Si bien es cierto que el principio de Universalidad es relevante para una apuesta por un modelo de gobernanza global, la lógica de agregación basada en el protagonismo de los partenariados, frente a un enfoque de responsabilidad pública que define a la Agenda 2030, impide hablar de la construcción, ni tan siquiera de la intención, de un modelo de gobernanza cosmopolita.
A pesar de estas limitaciones en clave de gobernanza global del desarrollo conviene no despreciar el potencial de la Agenda 2030 como un elemento de avance hacia ese escenario. Este reside en el carácter abierto y de proceso que posee la Agenda, potencial que dependerá de la lectura, reinterpretación y apropiación que hagan de ella los diferentes actores en los diferentes contextos. Y si bien la Agenda 2030 no incorpora elementos de ruptura con el modelo de desarrollo dominante ―no lo hacen los objetivos ni los medios de implementación―sí lo hacen algunos de los principios que inspiran la agenda: la integralidad, y la universalidad asociada al principio de responsabilidades comunes, pero diferenciadas.
En definitiva, la Agenda 2030 en su forma actual profundiza algunos elementos que son necesarios para avanzar hacia una mejor y más democrática gobernanza global del desarrollo. El más relevante es la interpelación directa al modelo dominante de convivencia global ―caracterizado por la existencia de un orden internacional basado en asimetrías globales, de instituciones incapaces de garantizar el bienestar de manera generalizada y la participación política, y de un modelo dominante de producción y consumo insostenible― como un modelo incompatible con la sostenibilidad de la vida y del planeta.
A pesar de ello, la Agenda 2030 ni resuelve ni supone un avance significativo, por el momento, en el abordaje de algunos de los problemas para la articulación de una gobernanza global del desarrollo, democrática y multinivel. No lo hace porque no aborda el diseño de instituciones globales para ello (por ejemplo, la creación de un órgano intergubernamental de las Naciones Unidas para la cooperación internacional en materia de fiscalidad (taxbody), propuesta en la Cumbre de Financiación del Desarrollo de Naciones Unidas que tuvo lugar en Addis Abeba en julio de 2015 por el G77 con el apoyo de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional, y bloqueada por los países más desarrollados). Menos aun incorpora propuestas para, desde una lógica de economía política del desarrollo, redefinir las lógicas del poder y las relaciones en el orden internacional que configuran, reproducen y agravan los problemas del desarrollo a los que la Agenda 2030 pretende responder (que impidan, por ejemplo, bloquear propuestas tan largamente demandadas y profundamente democráticas como la creación del mencionado taxbody).
Publicado en Somos Iberoamérica (28/03/2017)